Julio Cotázar

Julio Cotázar

martes, 19 de julio de 2011

El Mercado de Abasto

Destino inmortal de
la esquina de frutas
y verduras que supo
trascender su tiempo


El edificio de las madrugadas
trabajosas que dejò sus puestos
y carros en el viejo empedrado
transita su camino en el refugio
de sus paredes hoy centenarias.






El ilustrado mercado de Abasto, fruto de convergencias y desamores situado entre las calles Lavalle, Anchorena y Agüero es uno de los centros más visitados y con más anécdotas de la ciudad. Este edificio, hoy devenido Shopping, se ideó a fines del SXIX gracias al acuerdo de un grupo de inmigrantes italianos que le pusieron forma hasta convertirse a partir de la reforma de 1934 en el centro de frutas y verduras, junto con pescados y carnes, más importante de Buenos Aires y luego de América del Sur. Caminando por sus veredas se pueden descubrir la antigua casa de Carlos Gardel, sobre la calle Jean Jaurès, donde vivió con su madre hasta su trágica muerte en 1935. Recorrer entre paredes fileteadas y decoradas ese laberinto es soñar esos años que cuidan la memoria del barrio que lo vio crecer. El hombre de las mil sonrisas se convirtió en ese señor de Buenos Aires que nunca envejece. Perdurará eternamente para todo aquel que lo quiera escuchar y sabrá que su silencio, lleva una melodía que seguramente nos reconoce y nos toca. El silbido de los hombres de traje y sombrero, las mañanas trabajosas de un lugar que creció construyendo sueños a fuerza de “vaquitas ajenas”. El inmigrante que se movía en un barrio sin diferencias ni concesiones terminó por definir sus triunfos y fracasos en una tierra desconocida que adoptó como suya.
Entre bares y fondas, el barrio desde donde nació el tango, esconde en un rincón a uno de los ejecutantes del bandoneón más importantes y admirados que dio este recinto porteño. Aníbal Troilo. “Pichuco” supo embellecer con sus exquisitas melodías a varias generaciones que siguieron su música y caminaron la avenida angosta haciéndose cómplices entre “sabihondos y suicidas”. Supo nutrir de nostalgia a aquellos corazones que deambulaban corroídos por la niebla. Por una ciudad borracha que se preguntaba a si misma entre la volaración de un mundo hostil y la noche indiferente de tacos altos vestida de mujer.
El barrio del Abasto supo parir las frustraciones de una calle de luces y sombras acariciadas por el alcohol y límites violados surgidos por el frío de la madrugada y la desatención de esta porción de la ciudad indefensa. Matices de un mismo color fueron encontrados en las vidas que supieron subsistir bajo los anales de la lluvia. En la misma avenida pero a la vez lejos de su encuentro con los libros, teatros y cafés y el amparo del obelisco. Aquí las conversaciones fluctuaban entre grandes esperanzas en vano y cuentos de utopías de un vivir mejor para los sueños de los pobladores.
Un profeta italiano con estricta educación inglesa y huyendo de los excesos de una vida sin retorno, aterrizó primero en las sierras cordobesas en la casa de un amigo para luego terminar sus días en el barrio del antiguo puesto de frutos abandonado. Luca Prodan fue la voz de Sumo e hizo de su lugar de residencia, una inmortal canción que hace temblar al más escéptico. “Mañana en el Abasto”. Tomates podridos por la calle del Abasto / podridos por el sol que quiebra las calles del Abasto / Hombre sentado ahí, con su botella de Resero / los bares tristes y vacíos ya / por la clausura del Abasto.
Bajo la noche casi siempre desvelada de esta porción de Buenos Aires sobrevuela un murmullo de carretas por calles empedradas, entre carros y manos percudidas por el traslado de canastos con sus frutas, verduras, pescados y carnes con el tranvía como fiel testigo. Mientras el “Morocho del Abasto” sonríe en cada porción de su barrio con su mirada de hombre valiente y afortunado en su esquina feliz.

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