Era un
cuadro, tal vez dos. Recuerdo un anciano altisonante despierto en la puerta de
entrada. Al lado suyo se vestía una anciana de nariz puntiaguda que decía ser
su bruja. Después nadie más. Todo transitaba en silencio. Yo no me movía, pero
adentro de esa casa sí había gente. Había un hombre que siempre miraba para
arriba. Pero apenas me pude fijar, en el lugar del techo no había nada. Se veía
el cielo rojo sangre, y las nubes con formas de espada no parecían irse de esa
casa. Ese hombre, junto a una nena rubia con pelo hasta la rodilla, intentaba
mirar por sobre esa nube. En el centro de la sala había un hipopótamo donde
todos se reían alrededor de él. Un hombre altísimo y de galera se veía entre la
muchedumbre que no dejaba de moverse para un lado y para el otro pero sin hacer
ruido. Pies desnudos bailaban sobre mosaicos lustrados. Una señora gorda tapaba
su cuerpo con una sábana violeta, danzaba entre su pelo gris y sus botas de
cuero furioso. Ella s caía obre las copas de los invitados. No bebía pero
estaba con una copa llena de vino tinto que demoraba en su mano blanca de uñas
doradas. La luz de la luna dejaba ver todo, yo no salía de mi asombro, no
recuerdo bien. Palos y santos encorvados embestían por sobre las escaleras
hacia arriba de esa casa. Más allá no se veía qué pasaba. Se lo tragaba el
vacío, desfilaban hacia un agujero negro, los miraba en cuclillas. Rezando boca
abajo, sosteniendo una espada, pero mucho más alta que ellos. Parecía una cruz
brillante en medio de una noche que no quería estar allí. De modo que los
invitados fueron desapareciendo, no sé muy bien cómo. Esa nube con forma de
espada se los tragaba. ¡Puedo ver la aurora! gritaba y repetía la nena rubia.
Había una chica morocha, de ojos sanos, con vestido de chica mala, bastante
atractiva. Ella se sentía en la cúspide del poder, la única que se acercó a mí.
Lo único que supe fue que no conoció un hogar verdadero hasta los 16, tenía 22.
En su mano escondía un cerebro muy pequeño, como de bebé recién nacido, no le
pregunté nada. Me miraba como si fuese a morir en ese instante. Después me fui
a pelear una batalla dentro de mi mente, fue en vano, ya estaban todos muertos.
Yo los castigaba y luego los envenenaba. De nada sirvió reavivarlos. Me sentí
atrapado en una vereda de jeans gastados. Los huestes del sol responden al unísono. En aquella pared vi
reflejados dos personajes de un libro de Stevenson. Pero nadie me creyó. Al fin
pude entrar. Formaba parte de
historietas de ciencia ficción que mi padre devoraba cuando era pequeño. ¿Dónde
esta el hipopótamo?, pregunté. Nadie me escuchaba. Una serpiente gris y verde
se trepaba hasta el cielo, de las escaleras se tiraban soldados romanos de
juguete. Se movían solos, se suicidaban. No había luz eléctrica, juro que no me
había dado cuenta. No importaba. Un flaco de rastras contaba historias de
películas en tiempo real. El rasta no aguantó más y le pegó un puñetazo al
hombre alto de galera, y el rasta se desplomó. Lloraba porque un día cuando era chiquito
perdió a su madre en un parque de diversiones y jamás volvió a saber de ella.
Esa bruja sin maquillaje de la puerta se había despedido para siempre de este
mundo. Caballos de cereza flotaban a la intemperie. Difuntos encadenados, sin futuro, caminaban hacia el
final de otra historia. Esa prisión era el insulto de un mismo infierno, mientras
brillaba la alegría de la noche apretándonos los huesos indefensos. Qué osadía!
El frenesí de aquellos jóvenes entusiastas se debatía en plena niebla. El grito
opuesto y silencioso se apostaba en la puerta como un crimen hambriento. Vaya a
saber que tenía de siniestro el tiempo que todo lo robaba. Un templo pagano se
comía la madrugada y se veía triste por eso. No era su objetivo mudarse de
trono. La chica de pelo lacio habló por una hora y media más. Era inútil. La
chica se fue de mala manera. Rompieron las copas llenas de vino. Volamos hacia
un frío polar. Terminé solo. Como había empezado. ¿Todavía no has entendido que
lo que nos jodió la vida es la belleza?