Julio Cotázar

Julio Cotázar

viernes, 21 de junio de 2013

1979



Jugábamos a la pelota hasta tarde con los vecinos del barrio. Era febrero y por ATC se podía ver a Carlitos Bala preguntándome de qué gusto era la sal. Un día cualquiera venía mi abuela a casa y nos traía caramelos. En ese momento mi padre trabajaba mucho y mi madre estaba todo el día en casa. Mi hermana era revoltosa y siempre estaba haciendo lío, yo, en cambio, callado y jugando a los autitos o a los rastis.  Mi vecina se llamaba Silvina, era rubia, de ojos celestes. Dos años más chica que yo. Era hermosa y estábamos juntos tardes enteras. La infancia era eterna. Los deberes del colegio eran nuestro primer trabajo. Lo que más me costó siempre fue hacer redacciones y los ejercicios de matemática. Mi madre siempre me ayudaba. Durante esos años felices no había posibilidad para la reflexión. Eran épocas violentas políticamente hablando. Cuando Argentina ganó el mundial de fútbol, fuimos hasta la Casa Rosada los cuatro en el Falcon de mi papá que no era verde y sí tenia patente. Mis padres fueron siempre a-políticos y no se metieron en nada, ni para bien, ni para mal. No tengo ningún recuerdo de lo sucedido en esos años. Nos pasábamos andando en bicicleta hasta la noche. Un día mi papá trajo un bote y nos pusimos a jugar arriba de un lado para el otro, era enorme y lo usábamos como escondite los fines de semana. Estaba tapado por una lona en el fondo de casa. A veces dormíamos ahí, era gracioso y divertido. Quería ser jugador de fútbol, aunque nunca había jugado en una cancha de verdad. Sólo peloteábamos en el patio de casa. Hacíamos el arco en una pared con un buzo en cada lado. Una vez me caí y me lastimé en la cabeza, me llevaron de urgencia a una clínica donde me dieron 2 puntos, nada grave. Pero me acuerdo que me sorprendí al ver que me salía sangre. El colegio estaba a seis cuadras de casa y era una “vida” independiente del barrio. Era algo que empezaba y terminaba, nada había mejor que mi barrio. Teníamos prohibido cruzar la calle, así que durante años dimos vueltas manzanas sin aburrirnos. De más grande iba hacer algunas compras. La revista Anteojito todos los martes o jueves estaba en casa. Mis papas leían el diario La Razón todos los días. Y así pasaron los inviernos y veranos. A veces íbamos a una pileta que quedaba lejos de casa, mi madre nos llevaba a mi hermana y a mí. Tenía agua salada y la disfrutábamos mucho. El hermano de Silvina se llamaba Alejandro. Con él estábamos toda la tarde juntos. Mientras la dictadura hacía de las suyas, yo crecía feliz y sin contratiempos. A veces me siento culpable de eso. Nada se sabía, de nada se hablaba. Esos años transcurrían lentos. Una pelota N° 5 era enorme y cuando me sentaba en mi bicicleta Rodado 20 no llegaba a tocar el piso. El barrio de Flores transcurría tranquilo y suave. Pintábamos las veredas mientras el sol protegía nuestra inocencia. Éramos Alejandro, Adrián, Javier y yo. Más Andrea, Romina, Silvina y mi hermana. Dimos nuestros primeros pasos juntos sin saber que eran los primeros. Los cumpleaños junto a mis primos, mis tíos y todo el mundo para contar entre juegos de mesa. Pisos lustrados por mi madre, dedicación entera siempre. Después de mucho insistirle a mi padre para que me llevara a conocer a Maradona a la cancha de Boca, finalmente me llevó. Jugó Boca contra Estudiantes. Aún puedo recordar el grito que le pegué a Diego cuando se acercó donde yo estaba. Miró para la tribuna, sonrió, esa sonrisa era para mí. El diez en la espalada yo lo tenía por él. Me imaginé que podía jugar al fútbol pero no era en serio. Tal vez debería haber ido a entrenar y demás. Mi otra pasión eran los autos. Ya de chico me sabía las versiones y modelos habidos y por haber. Mi papá cambió el auto por otro Falcon más nuevo. Era color gris plata y era hermoso. Con ese auto fuimos a Bariloche por primera y única vez.
Después un invierno crudo acabó con la cosecha y el camino del telégrafo dejó huellas imborrables. Eran tiempos violentos por fuera pero suaves por dentro. Mi casa era un puñado de recuerdos sobre una soledad encasillada. Mi única falleció sobre una noche de diciembre blanco. Fue mi primer contacto frente a frente con la muerte. Yo no sabía de qué se trataba. Nadie me había dicho nada. A mi abuelo no lo conocí, mi abuela quedó viuda a los 27 años con dos nenes chicos. Así que ella fue algo así como mi héroe, me contaba cuentos antes de dormir y siempre me daba el beso de las buenas noches ya casi dormido. El paso del tiempo fue implacable esta vez. Me mostró su cara de malo y creo que ahí me demostró quien mandaba. Mi vida ahí se partió en dos, al tiempo nos mudamos de esa casa y nos fuimos, por el trabajo de mi padre, a la provincia de Córdoba, ciudad capital, pero esa es otra historia. Mis años quedaron congelados ahí, en esa casa de una calle de la que no quiero ni puedo pronunciar el nombre. Bajo un otoño húmedo entre adoquines que no preguntan lloré otro tiempo que fue hermoso y duradero. Mi madre nos siguió cuidando y mimando siempre, mi padre trabajó mucho siempre en su empresa de plásticos. Mi hermana creció, se enamoró y se fue de casa. Después lo hice yo pero solo. Mi primera novia me abandonó después de seis años y estuve internado y me acordé de mi abuela con su cara sin tiempo y su sonrisa. El viernes pasado volví a pasar se me dio por volver al barrio, caminar de nuevo por esas calles. Tomé el coraje de llegar hasta la que fue mi casa durante mi lejana infancia. Tal vez para recuperar una parte de mi historia. Aquellos, mis amigos ya no estaban. Mi casa ya no era mi casa. Sólo se conservaba el frente, adentro era otra cosa. Justo encontré un obrero en la puerta y le conté y hablé con él. Me contó que una chica de nombre Silvina, rubia y de ojos celestes había vuelto al barrio y  se la había comprado a un matrimonio mayor. Ella se había casado y estaba embarazada de un nene. También me contó que el nombre que había elegido era Pablo, sin saber quien era yo. Nunca más supe nada de ella. Era artista plástica y había vivido en Nueva York durante 15 años. Le saqué una única foto a la fachada. Voy a volver, aunque imposible. El tiempo me demostró una vez que había ganado. Todo giró hacia el pasado, yo de niño, las tardes jugando a la pelota. El hachazo irreparable del tiempo .Él ganará sin remedio. Lo sabía desde el principio.