Julio Cotázar

Julio Cotázar

sábado, 29 de octubre de 2011

Tres palabras

A la espera de la oscuridad
Alejandra Pizarnik
(1936 1972) Argentina

Ese instante que no se olvida
Tan vacío devuelto por las sombras
Tan vacío rechazado por los relojes
Ese pobre instante adoptado por mi ternura
Desnudo desnudo de sangre de alas
Sin ojos para recordar angustias de antaño
Sin labios para recoger el zumo de las violencias
perdidas en el canto de los helados campanarios.

Ampáralo niña ciega de alma
Ponle tus cabellos escarchados por el fuego
Abrázalo pequeña estatua de terror.
Señálale el mundo convulsionado a tus pies
A tus pies donde mueren las golondrinas
Tiritantes de pavor frente al futuro
Dile que los suspiros del mar
Humedecen las únicas palabras
Por las que vale vivir.

Pero ese instante sudoroso de nada
Acurrucado en la cueva del destino
Sin manos para decir nunca
Sin manos para regalar mariposas
A los niños muertos


Envejecer
Silvina Ocampo
(1903 1994) Argentina

Envejecer también es cruzar un mar de humillaciones cada día;
es mirar a la víctima de lejos, con una perspectiva
que en lugar de disminuir los detalles los agranda.
Envejecer es no poder olvidar lo que se olvida.
Envejecer transforma a una víctima en victimario.

Siempre pensé que las edades son todas crueles,
y que se compensan o tendrían que compensarse
las unas con las otras. ¿De qué me sirvió pensar de este modo?
Espero una revelación. ¿Por qué será que un árbol
embellece envejeciendo? Y un hombre espera redimirse
sólo con los despojos de la juventud.

Nunca pensé que envejecer fuera el más arduo de los ejercicios,
una suerte de acrobacia que es un peligro para el corazón.
Todo disfraz repugna al que lo lleva. La vejez
es un disfraz con aditamentos inútiles.
Si los viejos parecen disfrazados, los niños también.
Esas edades carecen de naturalidad. Nadie acepta
ser viejo porque nadie sabe serlo,
como un árbol o como una piedra preciosa.

Soñaba con ser vieja para tener tiempo para muchas cosas.
No quería ser joven, porque perdía el tiempo en amar solamente.
Ahora pierdo más tiempo que nunca en amar,
porque todo lo que hago lo hago doblemente.
El tiempo transcurrido nos arrincona; nos parece
que lo que quedó atrás tiene más realidad
para reducir el presente a un interesante precipicio.


Poema del inocente
José Watanabe
(1946 2007) Perú

Bien voluntarioso es el sol
en los arenales de Chicama.
Anuda, pues, las cuatro puntas del pañuelo sobre tu cabeza
y anda tras la lagartija inútil
entre esos árboles ya muertos por la sollama.
De delicadezas, la del sol la más cruel
que consume árboles y lagartijas respetando su cáscara.
Fija en tu memoria esa enseñanza del paisaje,
y esta otra:
de cuando acercaste al árbol reseco un fosforito trivial
y ardió demasiado súbito y desmedido
como si fuera de pólvora.
No te culpes, quien iba a calcular tamaño estropicio!
Y acepta: el fuego ya estaba allí,
tenso y contenido bajo la corteza,
esperando tu gesto trivial, tu mataperrada.
Recuerda, pues, ese repentino estrago (su intraducible belleza)
sin arrepentimientos
porque fuiste tú, pero tampoco.
Así
en todo.




Alejandra Pizarnik es un viento que se desliza de rodillas en cada regazo de voz. A la espera de la oscuridad, su poema, es también su espera por dejar de pertenecer en las orillas, pero a la vez dejar un gesto de fe en esos versos que de tan lejanos y poco frecuentes se vuelven vacíos. “Tan vacío rechazado por los relojes” y a cambio las rodajas de la soledad dejan a la intemperie su mirada anciana del mundo. Ella no quiso envejecer, no dejó que el cauce de su sangre volviera a su corazón. No evidenció que su alma debería ser alguien “sin ojos para recordar angustias de antaño”. En cambio, Silvina Ocampo, en su poema, Envejecer, quiso atravesar el muro de la juventud para saber qué había hacia ese otro lado. “Soñaba con ser vieja para tener tiempo para muchas cosas”. “No quería ser joven”. Sabiendo que la memoria a veces puede ser cruel, Ocampo imaginó un paraíso que a la vez podría compensar el tiempo perdido. “Espero una revelación”... se deja leer en sus palabras. Entonces la vida se le planteaba como aquel horizonte que no puede recordar ni disfrutar “en los despojos de la juventud”. Pizarnik lo descubrió antes. Quiso abordar el mundo al desnudo. Ocampo dejó al descubierto el sin sentido de esperar a ser cuando “el tiempo transcurrido nos arrincona”. José Watanabe, poeta peruano nacido en 1946, dejó en claro en su Poema del inocente, “Recuerda ese repentino estrago sin arrepentimientos porque fuiste tú”. Su hallazgo a carne abierta, pero “entre esos árboles ya muertos”, nos muestra una porción de la tierra adentro voluntariosa, pegada al sol y sin culpas. Watanabe pareció encontrarle un sentido a su vida confesándose ante los destinos de su tierra virgen y sin miedos. Pizarnik derrochó hojas escritas en ventanas cerradas al sol, en cambio el escritor peruano fue tras él. Y Ocampo cuando descubrió sus arrugas frente al espejo le quedó atrás la realidad. Cada palabra en su punto justo, sin abreviaciones, “que en lugar de disminuir los detalles los agranda”. Alejandra Pizarnik se perdió “en el canto de los helados campanarios” una mañana de primavera de 1972, aunque ya se consideraba ida hace mucho tiempo. Silvina Ocampo llegó a “reducir el presente a un interesante precipicio” en su vano intento de romper con lo cotidiano, y José Watanabe aportó una influencia en su poesía social por un mundo mas justo y menos superficial. Son vaivenes de recepción que se debaten entre dos fuerzas opuestas. Toman la realidad como distancia y la palabra escrita es un desprendimiento de otra realidad imaginada. En ellos está la delicadeza de sus palabras fundidas en un mismo idioma.

lunes, 24 de octubre de 2011

Ay Alejandra...

para reconocer en la sed mi emblema
para significar el único sueño
para no sustentarme nunca de nuevo en el amor
he sido toda ofrenda
un puro errar
de loba en el bosque
en la noche de los cuerpos
para decir la palabra inocente





He desplegado mi orfandad
sobre la mesa, como un mapa.
Dibujé el itinerario
hacia mi lugar al viento.
Los que llegan no me encuentran.
Los que espero no existen.




El perro del invierno dentella mi sonrisa. Fue en el puente. Yo estaba desnuda y llevaba un sombrero con flores y arrastraba mi cadáver también desnudo y con un sombrero de hojas secas.

Alejandra Pizarnik