Julio Cotázar

Julio Cotázar

domingo, 6 de noviembre de 2011

Ella y los injustos

Una lluvia intensa no tardaría en llegar. La mujer ya se había vestido y el hombre iba hacia el baño en busca de mojarse la cara con agua fresca. El ya no la llamaba por su nombre. Hacía cuatro años que su esposa había muerto y su vida se alejaba cada vez más. De modo que volvió por su ropa colgada en el respaldo de la única silla, a dos metros de la ventana, que habitaba ese cuarto empobrecido y lúgubre, y sin despedirse, con el pelo todavía mojado y su barba crecida, bajó las escaleras, no sin antes cerrar la puerta, sin seguir su mirada hacia ella y se fue. Atrás había quedado el desconocimiento de ambos por haber abandonado el intento de mezclar tiempo y sentimientos. Una noche en una fiesta, al borde del río, se juraron paciencia y buenos modales. Miradas infinitas y pasiones repetidas. Él no lo sabía, pero era la última vez que la vería. Ella sacó su valija de abajo de la cama y comenzó a llenarla con su ropa, que no era mucha, y su gesto que no cambió desde entonces, y algunas voces enredadas en su mente. Al asomarse por la ventana, el cielo le mostraba su más doliente calma, una mancha hostil se desangraba allí arriba, como un volcán en erupción. No tenía miedo. Ya no tendría miedo. Es terrible ese lamento de querer hacer algo y no hacerlo. Las botas azules se las había regalado él. No se acordaría. No se volvió a mirar al espejo nunca más. Ese viaje creado desde adentro carecía de destino. El agua seguía cayendo hacía horas, las calles eran ríos anónimos y principiantes que desconocían su voluntad. Miles sin retorno a sus hogares. Era otra la causa. Un peinado de lunas rojas envidiaba el escarmiento. Cuando el molino demostraba su andar monótono en su mismo lugar, el cielo demoraba su accionar. La boca de la lluvia se había sentado a esperar la noche. Las escaleras de salida sostenían los pasos de él sin saber que eran los últimos. Las paredes dolían. La soledad sostenía delante de ella la humillación sin ocasionar más que una sorpresa. La perfecta conjunción entre esos rayos negros que eran de temer y su sangre sin querer ser expulsada. El ensayo del agua, su pleitesía, la transparencia de sus ojos descuidados al mirar el pasado. Se acabó el atado de cigarrillos, los pensamientos de él sobre ella también. Tal vez no sería fácil acumular noticias sin ser escritas. Ahora de nuevo miró el reloj sin distinguir la hora. Qué importaba. Ese lugar era asombroso, la oscuridad sin luna la ha ignorado con violencia. Lo peor era estar sola y esperando la voz de él. Se negó a escuchar la exigencia de su realidad perdida y petrificada. Merecidas las nubes con bordes afilados. Luego ella se fue sin mirarse, pero sin valijas y sin moverse de su lado. La melancólica percepción de los días se iba sucediendo en cada aspereza de esa casa, mientras el amanecer empujaba desde el horizonte con su aliento de penumbra y servidumbre.

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